¡¡Ya estoy de vuelta!! Aquí os traigo la segunda parte de Veronica. Espero que os guste.
Agradezco mucho los nuevos seguidores que voy teniendo últimamente, no solo en el blog sino también en la página de Facebook, y sobre todo los «Me gusta» que me estáis dejando últimamente. Veo que este rinconcito de la red está creciendo poco a poco, y de verdad, ¡¡lo aprecio mucho!!
«Laura, no te enrolles más, déjanos leer». Vale, vale, ya me voy, ya me voy. Tachán, ¡continuación y final de Veronica!
[―¿Pero qué demonios ha sido eso? ―gritó Hugo, asustado―. ¿Por qué cerráis?
―¡No hemos cerrado! ―dijo Rose. Le tembló la voz más de lo que a ella le hubiera gustado, lo noté― Ha debido ser el viento, no seáis miedicas.
―Rose, la puerta es maciza… ―musité― Es imposible que el viento la haya arrastrado. A nosotros nos ha costado una barbaridad abrirla.]
―Bueno, da igual, sigamos, a ver qué hay ―James intentaba serenarnos, pero él era el que más asustado estaba, quitándome a mí.
No sabíamos muy bien qué hacíamos allí, realmente. Hugo dijo de separarnos para ver más rápido qué había en las habitaciones de la casa y como fui la única en oponerme abiertamente, se le hizo caso a él. Rose y James por un lado, Hugo y yo por otro.
Nosotros nos dirigimos a la planta de arriba, que estaba repleta de oscuros cristales empañados por el frío de la noche y que no dejaban ver más que un triste reflejo de lo que era la luna aquella noche. «Si al menos hubiera luna llena, tendríamos iluminación natural», pensé.
Iba agarrada al brazo de mi amigo. No podía ser de otro modo, mi temor a la oscuridad y a aquel lugar (incluyendo la leyenda sobre él) eran superiores a mí.
Estábamos inspeccionando una habitación que parecía de mujer. Había una cama con dosel, colcha de color morado y cojines y almohadones a juego. Un espejo de pie yacía al lado.
Mi naturaleza de mujer me mandó echarle un ojo a mi reflejo. Y me arrepentí porque, justo cuando fijé mi mirada en él, apareció una especie de destello blanco tras de mí. Chillé del susto y me giré de un golpe, buscando algo. Pero no lo encontré.
Simultáneamente, se oyó otro grito abajo, esta vez más alto y más prolongado que el mío. Hugo y yo nos miramos, alarmados, y arrancamos a correr. Salimos de la habitación y giramos la esquina de un pasillo. Al hacerlo nos topamos con un maniquí de frente. Un maniquí de mujer, con peluca incluida. Iba ataviado con un vestido blanco, largo, con falda de tul. Lo extraño era que aquella figura no estaba cuando nosotros habíamos hecho el camino en dirección contraria.
El maniquí cayó al suelo y nosotros nos soltamos, por instinto. Una vez vimos lo que era, volvimos a agarrarnos y comenzamos a bajar las escaleras, sorteando el muñeco. Ya bajando los últimos escalones vimos que dos personas (James y Rose, evidentemente) se dirigían rápidamente hacia Hugo y a mí, y como no reaccionamos a tiempo, nos estampamos y caímos al suelo.
Jadeábamos los cuatro, cansados por haber corrido y con las respiraciones agitadas por el nerviosismo y el miedo que teníamos.
―¡He visto a Veronica! ―gritó Rose.
―¿Qué? ―solté― Eso no puede ser, Rose… ¡Está muerta!
Cuando yo terminaba esa frase algo no muy corpóreo se asomaba por las escaleras, que eran de caracol. No llegué a ver bien qué era hasta que distinguí el tul del vestido de hacía unos minutos.
El vestido se movía. Solo. Una especie de halo lo envolvía, pero se movía solo. Nos miramos con los ojos como platos y nos levantamos casi a la vez, gritando y corriendo hacia la salida.
La puerta de madera estaba cerrada y no lo recordábamos. Fue James quien se enfrentó al pomo, duro, para abrirla. Los nervios del momento me hicieron percibir esos instantes como minutos, pero sé que en realidad no fue tanto.
Nada más ver el exterior, tiramos de la puerta con fuerza hacia dentro entre todos y salimos deprisa. Corrimos y corrimos sin parar hasta tres calles más abajo de la mansión.
―¿Se puede saber qué era eso? ―dije entrecortadamente.
―No tengo ni la más mínima idea, pero no quiero saberlo ―espetó Rose, temblorosa.
―Eso no podía ser de verdad ―opinó James―. Seguro que era un truco.
―¿Un truco de quién? ―exclamó Hugo― ¿Quién se va a aburrir tanto como para asustar a cuatro adolescentes una noche de Halloween?
Pues lo cierto era que la idea no era tan absurda. Resultó ser que el señor Green, quien había perdido a su mujer por causas naturales y que tenía un sentido del humor un tanto ácido (unos se deprimen y otros, para sobrellevar la muerte de un ser querido, intentan tomárselo con humor), se dedicaba a asustar a chavales inocentes como nosotros la noche del 31 de octubre de cada año con el pretexto del fantasma de Veronica. Así, con trucos visuales, de ambientación y un par de actores, lograba que los rumores se extendieran más y que hubiera más gente que creyera en la leyenda que él mismo había creado.
¿Qué os ha parecido este final? Cóntadmelo (si queréis, claro ^^) en los comentarios.
¡Hasta pronto!