El circo de la Luna

¡Ya estamos en marzo! Y parece que fue ayer cuando despedía el 2012, madre mía. Desde luego, este curso se me está pasando rapidísimo. Llegará junio (y con él, la temida Selectividad) y no me habré dado ni cuenta.

Estoy aquí después de haber sobrevivido a mis segundos trimestrales (sí, esos tres días en los que nos ponen los exámenes de todas las asignaturas), y solo puedo decir: «¡BUF, por fin!». Y es que nunca me había visto preparándome unos exámenes con tantos días de antelación. Pero la vida de bachillerato es así, qué se le va a hacer.

Hoy os traigo, después de esta ausencia justificada, un relato llamado El circo de la Luna. Es una traducción del original, porque, aunque no suelo hacerlo así lo escribí primero en catalán. Y es que mi profesora de Literatura nos pidió que escribiéramos un cuento que contuviera algo del realismo mágico (estuvimos trabajando Cròniques de la veritat oculta ―Crónicas de la verdad oculta en castellano―, un conjunto de cuentos de un autor llamado Pere Calders).

Sin más dilación, aquí os dejo con el cuento.

El circo de la Luna

 El carruaje rodaba calle abajo, dando pequeños saltos debido al empedrado desigual que cubría el suelo. Las ruedas hacían salpicar el agua de los charcos que se habían ido formando a causa de las lluvias de los días anteriores.

Maya estaba muy impaciente por salir y no se quedaba quieta ni un instante. Era la primera vez que iba al circo y no dejaba de imaginarse las mil y una maravillas que podría encontrar dentro de aquella gran carpa de la que le habían hablado sus padres.

Margot veía cómo se removía su hija todo el rato y le llamaba la atención cada cinco minutos, aunque la pequeña continuaba sin hacerle caso. Estaba tan ilusionada que no paraba. Ahora me levanto y miro por la ventana, ahora vuelvo a sentarme, ahora me giro… Y así.

―Mamá, mamá, ¿queda mucho? Quiero llegar ya.

Justo en ese momento los caballos aminoraban la marcha y el carruaje quedó en silencio. A continuación, un buen hombre que hacía las veces de cochero y jardinero de la familia Dupont les abrió la puertecilla de la cabina.

―Gracias, Francis ―dijo Guillaume al mismo tiempo que daba la mano a su hija para bajar.

***

Una gran carpa se alzaba ante mí. Blanca y roja. Alta, muy alta. Circular.

Lo que mis ojos veían en aquel momento era la puerta que me llevaría a un mundo todavía desconocido para mí pero que, estaba segura, me encantaría. Había escuchado muchas cosas acerca de los domadores de leones, de los payasos, de los magos… Todo aquello me resultaba muy especial.

Yo iba dando saltos, cogida de la mano de mi padre, y señalaba todo lo que me parecía curioso. Había puestecillos donde se podían comprar palomitas, manzanas cubiertas de chocolate o caramelo, algodón de azúcar…

―¡¡Algodón de azúcar!! ―exclamé― ¡Yo quiero, papá!

Así, con las manos pegajosas pero pasándomelo genial, disfruté de aquel dulce tan bueno. Y casi sin darme cuenta de que habíamos cruzado la entrada donde estaban los puestos, pasamos por una gran puerta de un color azul de lo más brillante que estaba coronada con la figura de una luna. Buscamos los asientos que nos habían asignado (bueno, más bien mis padres lo hicieron) y fui la primera de los tres en sentarse. El mío era el 323.

Poco a poco fueron entrando los demás espectadores y, una vez todos ellos encontraron el lugar que les correspondía, un señor bigotudo y gordinflón salió de detrás de unas cortinas de color granate.

Carraspeó ruidosamente para aclararse la garganta.

―Señoras y señores, infantes y otras especies de este mundo: hoy les habla El Gran Dominique, quien tiene el inmenso placer de darles la bienvenida al Circo de la Luna, lugar de sueños y de magia.

»El espectáculo de esta noche será muy especial y comenzará con la actuación de… ―hizo un gesto con las manos señalando donde él había aparecido antes― ¡Blizard el Mago!

El público estalló en aplausos. El señor del bigote se hizo atrás y dejó hacer su entrada triunfal al joven, quien nos entretuvo con un número de ilusionismo que me dejó estupefacta.

Después salió un equilibrista que parecía que volara. Pero no, porque en realidad caminaba sobre una cuerda (lo sé porque me lo dijeron papá y mamá). También actuaron dos bailarinas gemelas que hicieron acrobacias y una coreografía muy bonita. Nunca habría imaginado que pudieran existir cosas tan magnificas en este mundo.

Entonces El Gran Dominique salió de nuevo y nos prometió el mejor espectáculo que veríamos aquella noche.

―A continuación verán cómo una mujer es capaz de hacer magia con un león. ¡Den la bienvenida a La Fantastica Charlotte!

Y una chica preciosa salió de donde había salido Dominique y los demás artistas en números anteriores. Pero no iba sola: la acompañaba un majestuoso león.

Llevaba una fusta en la mano derecha y un trozo de carne en la izquierda, que dejó sobre una tarima que habían colocado dos hombrecillos. Justo delante había un aro metálico que se aguantaba gracias a un pie. La bella Charlotte hizo un gesto con la mano señalando unas cerillas que tenía, cogió una, la prendió y la acercó a la figura de metal, que en unos segundos ardió, formando un círculo de fuego perfecto.

Cogió el látigo y lo sacudió contra el suelo para darle un toque de atención al león con el fin de que saltara a través del redondel ardiente.

Justo en el momento en el que se escuchó el latigazo el león se transformó en un gato anaranjado. La Fantástica Charlotte lanzó una mirada a Dominique, quien se inquietó y exclamó:

―Señores y señoras, infantes y otras especies de este mundo… ¡¡La magia de la increíble y divina Charlotte hizo que el feroz león que había hace un momento se volviera en un inofensivo gatito!! ―y todos comenzaron a aplaudir.

Durante el viaje de camino a casa, mis padres comentaban el espectáculo:

―Pues el final ha sido muy curioso. Yo me esperaba que la domadora hiciera saltar al animal a través del aro.

―Anda, ¿qué dices? ¿Hacerlo saltar? Eso no podría haber pasado. Hacer saltar a un león debe ser casi imposible.

Espero que os haya gustado tanto como a mí me ha gustado escribirlo y que, si es así, no dudéis en hacérmelo saber. ¡Hasta la próxima, lectores y lectoras! :)

La Página Escrita

¡Buenas! (¿Cómo que «buenas»? ¡Hace siglos que no te pasas por el blog!)

Está bien, está bien, como en otras ocasiones me ha pasado, he dejado de lado el blog por un tiempecillo. Y lo siento mucho, la verdad. Pero tengo «excusa», y es que la última mitad de agosto la tuve completita, y en septiembre ya ni os cuento, porque con la vuelta al instituto (este es mi último curso antes de la Universidad), volvieron los deberes, los trabajos y sobre todo mi temido Treball de Recerca (sí, ese trabajo que debemos hacer solo los alumnos de bachillerato de Cataluña). Esto último es lo que más tiempo me ocupa, ya que es un trabajo importante y como el tema que he escogido es extenso, tengo que dedicarme con ganas.

Además de eso, estoy haciendo las horas que me quedan en la biblioteca, que por una parte me parece genial, ya que me gusta trabajar allí, pero por la otra no tanto… porque me quita dos tardes enteras y preciosas a la semana, así que se me acumula la faena con facilidad.

Por otra parte, en estas últimas semanas me han sucedido cosillas. Una de ellas tiene que ver con el título de la entrada de hoy, otra es que he vuelto a escribir, después de no hacerlo durante meses, otra es que ahora tengo 17 años y las otras… Bueno, las demás ya son otras historias (jejeje xD).

Así que os cuento. La Página Escrita es una revista online creada y difundida por la Fundació Jordi Sierra i Fabra que saldrá cada tres meses y que está «encaminada a los jóvenes (y no tan jóvenes) que deseen convertirse en escritores, así como también a maestros, educadores, bibliotecarios y cuantos tengan que ver con el mundo de la cultura»*

En ella siempre aparecerán entrevistas a dos escritores/as hispanohablantes (uno de cada lado del charco) y un/a ilustrador/a, además de consejos para escritores noveles e incluso una sección de relatos y poemas divididos por categorías. Allí saldrá, en cada número un relato ganador de cada franja de edad, la primera hasta los 15 años, la segunda de los 15 a los 18 y la tercera de los 18 a los 21.

Aquí viene lo mío. Para este número yo mandé Monsieur Germain (podéis leer la primera parte aquí y la segunda aquí) y aunque no gané, quedé finalista, por lo que salgo mencionada en la esquina inferior derecha. Y la verdad es que me hizo muy feliz. ¡A ver si para el próximo número o el siguiente tengo la suerte de aparecer a página completa!

El relato que salió publicado en este número fue el de Elena Duran, compañera de foro y de concurso el año pasado. También me alegró mucho que fuera el suyo, porque me gustó mucho. Su título es Un silencioso viaje en avión, y os invito a que lo leáis. Bueno, y no solo el relato, ¡claro! Si tenéis un rato, echadle un vistazo a la revista entera, porque si os gusta la literatura, merece la pena.

No sé cuándo será la próxima vez que pueda pasarme para publicar alguna cosa, pero espero que sea pronto. Solo me queda dar las gracias a todos los que seguís visitándome, porque sé que recibo visitas a diario y además de diferentes partes del mundo. Muchas gracias, ¡de verdad! Gracias también a los ya 6 seguidores del blog y de la página de Facebook.

Nos leemos, ¡un saludo!

*Fuente: http://www.lapaginaescrita.com

Monsieur Germain, continuación (y final)

¡Hola de nuevo, amig@s lectores! Terminamos con la historia Monsieur Germain. Espero que os guste el desenlace.

[El anciano… ¿Qué hacía yo, un niño, en casa de un hombre mayor como él? ¿Por qué me había dejado dormir en su cama, si es que era suya? ¿Acaso me había secuestrado? ¡Podría ser un hombre peligroso!]

Noté un ligero picor en la nuca, y me rasqué. Qué error más grande fue el que cometí ya que allí tenía una herida, y teniendo en cuenta el dolor que me produjo el haberme rascado, parecía grande. Lo dejé estar, pues me pareció más importante comer lo que me había traído el señor.

Unos minutos después, me atreví a salir de la habitación, aunque con cautela. La casa parecía reducirse a una estancia central no muy ancha y bastante lúgubre donde se encontraba una pequeña cocina, dos butacas al lado de un hogar y una mesita de café. A un lateral vi una puerta que supuse que era el baño.

El hombre anciano leía a la luz de una ventana. Cuando me escuchó, alzó la cabeza bruscamente y clavó su mirada de color azul sobre la mía, haciendo que yo bajara los ojos para no mantener contacto visual con él.

― Señor… Mi familia no tiene dinero… No sé qué quiere de mí… ―comencé quedamente.

Alcé la mirada de nuevo y vi que su expresión pasó de seria a sorprendida.

Petit garçon, je ne veux rien… ―dijo con voz afectada.

― ¿Qué? ―exclamé con perplejidad, pues no entendí qué era lo que me decía aquel hombre.

― Tú… Tú hacegte un dañó. Antes.

― ¿Disculpe?

― Tú hacegte un dañó antes ―repitió más lentamente y enfatizando cada palabra, como si lo que estuviera diciendo fuera obvio y lo pudiera entender cualquiera.

― Sí… ―tuve un flash-back y comprendí de repente― Algo chocó contra mí ―expliqué. Me pasé la mano por la frente mientras mi mente cavilaba―. Espere… ¿por qué estoy en su casa? ―dije entonces, asustado. No podía olvidar que aquél hombre podía ser malo.

Tu ne dois pas te fâcher avec moi, petit garçon. ―dijo el anciano con serenidad y alzando sus manos en señal de inocencia―. Tú no tienes que molestagte. caeg y yo gecogerte y cugagte.

Usted… Pero entonces… ¿No me tiene raptado?

― Ggrap ¿quoi?

Raptado, secuestrado…

Ah, mais non! Comment est-ce que je pouvais séquestrer un garçon comme toi!? ¡Yo no podgía haceglo!

¿De verdad? ―me extrañé.

Mais oui! Clagó que sí, petit garçon. Ouvre la puegtá y sal a la callé si quiegués.

Con desconfianza, y mirando al anciano de reojo, hice lo que me dijo. Me quedé en el umbral de la puerta, pasmado de asombro. ¡Estaba a tres puertas de mi casa!

Entonces noté cómo un rubor subía por mis mejillas. Había pensado mal de aquél pobre hombre que me había acogido cuando yo caí inconsciente, y me había dado de comer. Para más inri, yo le conocía de vista y de oído, pues mi madre me había hablado de él alguna que otra vez. Dije con timidez:

― Señor…

― ¿Sí?

― Discúlpeme… Yo había desconfiado de usted.

― No es pgoblemá, te diste un fuegte golpé. Bastagá con que la pgóxima vez vayas con más cuidadó ―sonrió.

Usted habla el francés, ¿verdad? ―pregunté.

Acegtasté, petit garçon.

Por suerte, todo se quedó en un susto. Pero aún y así, a partir de aquél día, cuando salía a jugar y a correr por ahí, me anduve con más cuidado. La herida, que tenía un tamaño considerable, se me curó en un mes o así, todo gracias a las atenciones que recibí por parte de mi madre y mi abuela. Resultó ser que me la había hecho al impactar contra el suelo, después del rebote con la farola.

Teniendo en cuenta que el golpe no había sido tan fuerte, que el diámetro de la lesión era el que era y que yo había entrado en pánico cuando me la vi en el espejo (tanto que le pedí a mi madre ir al hospital urgentemente), me he dado cuenta de que los humanos ―sobre todo los niños― somos sumamente frágiles, y no sólo físicamente.

No obstante, tuve suerte, porque podría haber sido algo mucho más grave, pero los daños fueron superficiales.

Lo que también descubrí fue que con la anécdota conseguí una nueva amistad, la de Monsieur Germain, con quien me reuní, una sí y una no, las tardes de ese verano para aprender un poco de francés, de literatura y de la vida.

Quizás otros niños preferían jugar a imaginar que eran soldados, policías o bomberos, y quizás decían que los libros eran muy aburridos. Pero con Monsieur Germain aprendí el gusto por lo desconocido. El gusto por conocer cosas nuevas que antes no sabía, historias que nunca había oído, palabras que hasta el momento no hubiera sabido pronunciar.

A mí me dio igual lo que los niños dijeran. El anciano de los ojos azules se convirtió en una suerte de abuelo postizo para mí. Me contó anécdotas de su vida de joven en Francia y también su experiencia como exiliado unos cuantos años más tarde. Me preparaba galletas de mantequilla con leche para acompañar sus lecturas en francés y todas sus leyendas sobre la guerra. Para mí fue un verano genial, porque las tardes en casa de Monsieur Germain no sólo me enseñaron libros e idiomas, sino a amar cada minuto de nuestra existencia y cada pequeño momento que vivimos, porque si no lo hacemos, se nos escapa lo mejor que podemos llegar a tener. Porque si no apreciamos lo pequeño, no sabremos ver lo grande.